Hace unos días, el geógrafo del CSIC Nacho López-Moreno recibió un wasap: “¡Se está cayendo!”. Era un enlace a la web del refugio de Pineta, uno de los albergues emblemáticos del Pirineo aragonés. Para muchos, esta es la primera etapa de un duro ascenso hasta los pies del Monte Perdido, donde se encuentra uno de los últimos glaciares que quedan en España. Los guardas del establecimiento alertaban de que en los últimos días se habían escuchado ruidos de derrumbe en lo alto del valle. De repente, el río se enturbió con barro gris. ¿Era posible que se estuviesen cayendo bloques del glaciar?
Unos días después, López-Moreno y su compañero Francisco Rojas, investigadores del Instituto Pirenaico de Ecología, decidieron hacer una ascensión de urgencia para comprobar su estado, acompañados por EL PAÍS. Echaron agua y comida al macuto y empezaron a remontar el empinado sendero que en unas tres horas de esfuerzo sube 1.500 metros de desnivel hasta el Balcón de Pineta, uno de los lugares más majestuosos de los Pirineos, como se aprecia en este vídeo:
López-Moreno y el resto de su equipo llevan 20 años estudiando la evolución de los glaciares pirenaicos; los últimos que quedan en España y en todo el sur de Europa. Se trata de masas de hielo perpetuo acumuladas en las faldas de las montañas más altas de la cordillera. El Monte Perdido es el más grande de los Pirineos, junto a los de Aneto y Maladeta; y el único que queda dentro de un Parque Nacional, el de Ordesa y Monte Perdido. Estudiar la evolución de estos glaciares es una tarea triste, pues los científicos ya saben el final de la película: todos están condenados a desaparecer en unos años. La única pregunta es cuándo sucederá y cuál será el último en fundirse.
Hasta ahora, el del Monte Perdido era el más sano de los 19 glaciares que quedan en los Pirineos —en 1850 había más de 50—. En la parte occidental (izquierda) el hielo alcanza un grosor de hasta 45 metros, como un edificio de 13 plantas. Las capas más antiguas se remontan al menos 2.000 años, cuando los romanos dominaban la Península. López-Moreno siempre había pensado que este sería el último glaciar en desaparecer. Tal vez podría aguantar 30 años o más. Pero todo esto cambió hace unos días, cuando el geógrafo se subió a una peña del Balcón de Pineta para contemplar el estado del glaciar que tenía enfrente.
“Este va a ser un año catastrófico”, explica López-Moreno a EL PAÍS, como puede verse en este vídeo:
En 2022 se ha desatado la tormenta perfecta para estas masas de hielo, que son como ríos de agua helada que fluyen ladera abajo avanzando solo unos centímetros al día. Cuando un glaciar deja de moverse, se considera que ha muerto, pues se ha convertido ya en un helero estático que irá ennegreciendo a medida que le caen encima piedras y rocas desprendidas de las cumbres superiores y se concentran el barro y la materia orgánica. Cuanto más negro está un glaciar, peor es su estado; y este año el Monte Perdido está más oscuro que nunca.
“Toda la mitad derecha del glaciar ya está muerta; ha dejado de avanzar”, confirma López-Moreno. La última vez que este diario visitó el Monte Perdido, en 2018, apenas se apreciaban unas pequeñas rocas que afloraban del hielo. Estas piedras actúan como radiadores: acumulan el calor del sol y aceleran la fusión. Este año el hielo ha retrocedido de una forma patente hasta destapar un gran farallón, una roca de unos 10 metros de largo. “Este va a ser probablemente el peor año para este glaciar desde que tenemos registros detallados. En los últimos años, se venían perdiendo unos 0,8 metros de espesor al año, pero solo en 2022 es probable que se hayan perdido dos metros”, estima López-Moreno.
Caminar por el frente del glaciar —su límite inferior, donde acaba el hielo y empieza la roca— es sobrecogedor. Por el suelo están tiradas las balizas de madera que señalaban dónde estaba el límite del glaciar en 2014. Ahora se encuentran a varios metros del borde del hielo.
La única forma de que el Monte Perdido sobreviva es que en invierno acumule más nieve que hielo pierde en verano. La escasez de precipitaciones este año es patente. La poca nieve que queda no es blanca, sino marrón. Está cubierta de arena y polvo llegada del Sáhara. Al igual que las piedras, la tierra parduzca concentra más luz y calor del sol que la nieve blanca, con lo que la fusión se acelera. Todo esto compone un paisaje que difícilmente se parece a lo que alguien imaginaría de un glaciar de alta montaña.