El verano avanza, las temperaturas alcanzan valores extremos y siguen subiendo. Saltan las alarmas. Los medios de comunicación informan de letales olas de calor, alertan del riesgo de virulentos incendios forestales incontrolables, de la amenaza de sequía perpetua, de refugiados climáticos en las urbes.
Entre las recomendaciones para quienes vivimos en ambiente urbano y periurbano ―unos 40 millones de personas en España―, tener al alcance de la mano suficiente agua y mucha sombra. Me centraré en esta última, por intangible. Aunque, hay que saber, que los árboles son grandes especialistas en capturar el agua de la atmósfera, hacer que llueva y alargar sus ciclos en la troposfera. Y, por supuesto, nadie mejor que la vegetación para luchar contra la erosión y la pérdida de fertilidad del suelo. Cuestiones que conviene tener muy en cuenta en nuestro país, ya que si atendemos a los datos oficiales, casi tres cuartas partes del territorio presenta riesgo de desertización.
La situación, a nivel botánico, ofrece pocas dudas. La península Ibérica reúne las condiciones edáficas, climáticas y orográficas para albergar bosques en más del 90% del territorio. A lo que hay que añadir, el ser uno de los países más ricos en biodiversidad de flora de Europa, también en árboles. Hechos que cabría valorar como una ventaja, una potencialidad y una oportunidad.
Nuestra relación con los árboles y la vegetación deja mucho que desear, en todos los ámbitos, aunque nos centraremos en el medio urbano. Técnicamente, en las grandes urbes y ciudades alrededor de un 40% de la superficie está cubierta por pavimentos tipo cemento, asfalto, hormigón… que pueden alcanzar temperaturas de hasta 65 °C en pleno verano a causa de la radiación solar, multiplicando el efecto la boina de contaminación, dando lugar a un fenómeno combinado al que se denomina isla de calor. La ciudad arde, y la cuestión es que, en las urbes, y en todo lugar, la mejor sombra es la que nos ofrece la vegetación y los árboles, más fresca, más limpia, más húmeda.
Estudios relacionados con el fenómeno de la isla de calor en ciudades europeas estiman en más de 6.700 las muertes anuales prematuras, al tiempo que los fallecimientos por calor en el verano de 2022 superaron los 61.000. Arquitectos y urbanistas tienen mucho que decir al respecto de la superficie arbolada actualmente disponible ―se recomienda un 30%, estando la media en tan solo el 14,9%―, y también de la calidad del espacio verde urbano. Y no menos importante, del espacio aéreo y subterráneo que les han reservado, ya que de ello depende su salud, cuidados, coste, futuro y longevidad. Es decir, que se garantice que los árboles crezcan sanos, sean seguros y vivan muchos años ―habitualmente cientos, en ciudades como Boston, Washington, Ginebra o Besanzón―, para que puedan aportar con garantías los beneficios por los que son plantados: disminuir la contaminación ambiental, capturar CO₂, aportar oxígeno, atenuar las temperaturas extremas, entre muchos otros. De otra forma, hay que hablar de obsolescencia programada.
La cuestión es que, en estos días de canícula, en muchas ciudades se cierran a cal y canto los parques y jardines, cuando más falta hace su sombra y bienestar. En Madrid, por poner un ejemplo: El Retiro, El Capricho, la rosaleda del Parque del Oeste, los parques de Juan Carlos I, Juan Pablo II, Quinta de la Fuente del Berro, los Molinos y Torre Arias y el parque lineal del Manzanares. Un protocolo adoptado a causa del fallecimiento en 10 años de cuatro personas, dos de ellas en El Retiro, por caída de ramas y árboles.
Vivimos en una distopía, ya que como refugiados climáticos urbanos del mundo desarrollado necesitamos de la sombra de los árboles para evitar los temibles golpes de calor, pero no podemos estar bajo ellos porque se derrumban y caen sobre nuestras cabezas a pedazos.
Los árboles llevan levantando sus ramas sobre la faz de la Tierra desde hace más de 200 millones de años. Cuando están sanos y bien cuidados, no suelen tener muchos problemas para resistir vientos superiores a 65 km/h, que viene a ser la velocidad límite que se ha establecido en los protocolos de diversas ciudades de nuestro país para dejarnos sin sombra y sin parques cuando más los necesitamos.
Algunas cosas deberían cambiar. Como la ordenación del espacio urbano, teniendo en cuenta las necesidades botánicas de la vegetación y la gestión sostenible. Lo que implica disponer de un estudio individualizado de cada árbol con el que conocer su estado de salud y los riesgos para la seguridad; poner en marcha planes de gestión y destinar suficientes recursos económicos, materiales y humanos; implantar el Plan Director del Arbolado Municipal de forma consensuada, en el que se establezca a largo plazo mediante criterios científicos su futuro; contar con profesionales cualificados en gestión de arbolado; e informar correctamente y dar participación a la ciudadanía.
Para finalizar, si quieren saber cómo se cuidan los grandes árboles, visiten los jardines botánicos. Tras la catástrofe de la borrasca Filomena, un tercio de los árboles urbanos de Madrid fueron dañados de forma irreversible, mientras muchos otros difícilmente se recuperarán de las secuelas. Curiosamente, en el arbolado del Real Jardín Botánico de Madrid los daños no llegaron al 5%.