Piensen ustedes en las causas del cambio climático: seguro que les vienen a la cabeza imágenes de fábricas y tubos de escape. ¿Y si les digo que se centren en el sector agroalimentario? Quizás apunten a las vacas y a su estómago; quizá señalen la silueta de enormes macrogranjas; puede que les vengan imágenes de la deforestación de las selvas tropicales, talas y clareos cuyo objetivo es plantar palma aceitera o soja para engordar los animales de nuestras granjas. Sin embargo, me temo que pocos de ustedes habrán visualizado el cubo de orgánico de casa, el contenedor marrón o un campo con el cultivo echado a perder.
Alrededor de un tercio de toda la comida producida en el mundo se pierde cada año, según la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) de la ONU. Si las emisiones de gases de efecto invernadero derivadas del desperdicio alimentario fuesen un país, serían el tercero del mundo, tan solo por detrás de China y Estados Unidos. Según algunos estudios recientes, la comida desperdiciada es responsable de la mitad de las emisiones asociadas al sistema agroalimentario mundial, que son de aproximadamente 18 Gt (gigatoneladas) de CO2 equivalente.
Pero no piense únicamente en los restos de su plato que acaban en la basura, ya sea en un restaurante o en su cocina. El desperdicio alimentario se produce en todas las etapas de la cadena agroalimentaria, desde el cultivo hasta el consumo final. En los países con mayor nivel de renta, las pérdidas se concentran en la comercialización y el consumo final. En los países en vías de desarrollo, sin embargo, la comida se pierde en la post-cosecha y durante el procesado, debido a tecnologías ineficientes, al transporte deficiente y a otros condicionantes. ¿Cómo hacer frente a este problema, que no solo tiene una traducción climática sino también una muy directa en el bienestar y salud de millones de personas, que no tienen acceso a una alimentación de calidad?
En primer lugar, debemos huir de la tentación de individualizar la culpa. Si bien es cierto que todas y todos tenemos una responsabilidad en comprar, consumir y cocinar de forma racional y eficiente, la solución a este problema no radica simplemente en que en cada hogar y en cada restaurante se mida todo al milímetro, o invente mil y una recetas de aprovechamiento. Existen causas estructurales que exceden nuestra parcela de responsabilidad, y que necesitan marcos legislativos, institucionales y empresariales acordes. Comprar la cantidad adecuada de alimentos no depende únicamente del cliente, sino también del comercio, en especial de las grandes superficies que, con ofertas irresistible y empaquetados sin sentido, nos acaban condicionando para llevarnos a casa mucho más de lo que habíamos planeado. O con su fobia a la fruta y verdura ligeramente marcada o de formas menos agraciadas, igual de nutritivas pero (eso dicen) sin atractivo comercial. O qué tipo de dieta promocionamos institucionalmente y el tipo de anuncios que permitimos.
Y por último, necesitamos pensar qué producimos y para quién, más aún en un momento de amenazante sequía que nos obliga a replantearnos los usos del territorio para no solo no desperdiciar comida, sino tampoco suelo fértil y la preciada agua.
Fuente: El Periódico. Andreu Escrivá