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Libros para salvar el planeta

La elección del término no fue algo premeditado, sino más bien cosa del “ardor del momento”. Y qué al pelo venía, desde luego, la elección de la palabra “ardor”. Corría el año 2000 y Paul J. Crutzen, premio Nobel de Química de 1995, participaba en una conferencia cuando alguien sacó a colación la expresión “Holoceno”, la denominación que recibe el periodo geológico que comenzó hace algo menos de 10.000 años, a partir del final de la última glaciación. Convencido de que esa voz que remite a una Tierra de temperaturas relativamente cálidas en la que prosperó el Homo sapiens ya no servía para designar el mundo que habitaba, Crutzen recurrió a un término que desde entonces no ha dejado de ganar enteros: “¡Ahora vivimos en el Antropoceno!”. Esto es, la era del dominio del ser humano.

En estas dos décadas largas desde la anécdota, aquella intuición se ha consolidado como una realidad palpable, una eventualidad que —literalmente— se puede ver y sentir. Nunca las personas habíamos ejercido tal grado de influencia y dominación sobre el planeta. Nos hemos consolidado como una fuerza de la naturaleza con la capacidad de crear, pero quizá, por encima de todo, con el ánimo de destruir. Y el mundo se va al garete. Solo hace falta mirar ahí fuera, por la ventana de casa o a través de la mirilla de la pantalla.

Así lo reflejan las incontables distopías que consumimos en series y pe­lículas, las que leemos en las novelas y las que transmite la televisión 24 horas al día, incluidos, con su pátina de optimismo cursi, los estelarizados anuncios de Navidad. Se agotan los recursos, el clima se desestabiliza, el sistema colapsa, la civilización se descompone. La perspectiva es tan aterradora como extenuante. Plantando cara a la sensación de impotencia que produce tal aluvión de fatalidades, numerosos autores e investigadores han salido a la caza de soluciones. No solo proponen medidas de acción directa, sino que también animan a la búsqueda de elementos simbólicos capaces de interpelar a la conciencia colectiva. Aquí, un breve muestrario de entradas de un diccionario de términos para la reconstrucción del planeta recogidas de una selección de ensayos recientes.

Bloques de hielo glaciar recogidos en las costas de Groenlandia y usados en la obra de arte 'Reloj de hielo', de Olafur Eliasson y Minik Rosing, derritiéndose frente a la Tate Modern de Londres en 2018.
Bloques de hielo glaciar recogidos en las costas de Groenlandia y usados en la obra de arte ‘Reloj de hielo’, de Olafur Eliasson y Minik Rosing, derritiéndose frente a la Tate Modern de Londres en 2018.CHARLIE FORGHAM-BAILEY

Aceptación. Tras la negación, la ira, la negociación y la depresión, el duelo —dicen— llega a su estadio definitivo con la aceptación. El orden alfabético, no obstante, obliga a colocar esta voz no la última, sino la primera de la lista. Ya dijo Séneca que “los aumentos son de lento crecimiento, pero el camino hacia la ruina es rápido”, y ahora el profesor Ugo Bardi le apuntilla en Antes del colapso (Catarata) que, puesto que todo desenlace resulta inevitable, si hay que colapsar, al menos hagámoslo bien. O, lo que es lo mismo, que aceptemos la realidad y procedamos a organizarnos. Especialista en sistemas complejos, el investigador italiano argumenta que, si bien la actual crisis no tiene por qué significar el fin del mundo, sí podría suponer el fin del mundo tal y como lo conocemos. Entre las escasas buenas noticias que aporta Bardi destaca la idea de que a todo colapso le sigue un rebote. Pero ¿sería esto posible —se pregunta el autor— “en un mundo agotado, en cuanto a recursos minerales, y sometido a grandes daños en los ecosistemas”? La respuesta: “Una civilización de complejidad comparable a la nuestra no puede existir sin acceso a un flujo de energía comparable”. Y algunas posibles alternativas para el consuelo: las renovables, el silicio, los viajes espaciales. Desde el punto de partida de una humanidad menguada (si no desaparecida), Islas del abandono (Capitán Swing), de Cal Flyn, abre otro resquicio a la esperanza. A través de las páginas, la autora viaja a paisajes del desastre de todo el mundo —desde Chernóbil hasta Detroit, de unas montañas de desechos en Escocia conocidas como las Cinco Hermanas al putrefacto mar de Salton en California— donde la naturaleza ha sido capaz de renacer de formas en ocasiones inesperadas.

Alimentación. Nuestra hambre voraz está dejando al planeta en los huesos. Del mismo modo que consumimos ropa sin control, nos hemos enganchado a una alimentación barata pero insostenible que no solo resulta perniciosa para el medio ambiente, sino también para la salud. En Sitopía (Capitán Swing), la arquitecta Carolyn ­Steel (autora de Ciudades hambrientas, donde subraya la crucial relación de dependencia que existe entre lo que comemos y el lugar que habitamos) argumenta que la comida “puede ser el medio más poderoso del que disponemos para pensar y actuar juntos a fin de crear un mundo mejor”. No en vano, nuestras vidas dependen, y muy directamente, de ella. En su ensayo, la autora británica explora no solo el poder político y social de los alimentos, sino también las opciones que estos ofrecen para reconectar con otras personas y con el entorno. Otros títulos, como Y ahora ¿qué comemos? (Península), del extrabajador de la industria alimentaria Christophe Brusset, trazan un mapa detallado de los pasillos del supermercado para hallar el camino más directo hacia la salud y la sostenibilidad en medio de una jungla poblada de comida basura. En Hace mucho tiempo comíamos animales (Destino), la antropóloga Roanne Van Voorst se adentra en un futuro tecnológico y exclusivamente vegano, una filosofía de vida que no deja de ganar adeptos dado que no solo persigue la sostenibilidad, sino también la salud y el respeto por otros seres sintientes.

Anticapitalismo. No está claro si fue Fredric Jameson o Slavoj Žižek el primero que pronunció aquella frase redonda que dice que resulta “más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, pero lo cierto es que cada vez más autores se empeñan en refutarla. La aspiración imposible del crecimiento ilimitado, el consumismo destructivo, la precariedad desbocada y la desigualdad de proporciones colosales… Salta a la vista que el sistema está tensando sus límites más allá de lo razonable y así lo certifica un número creciente de libros que apuestan por la búsqueda de sustitutos para el actual modelo socio­económico, al que la periodista Naomi Klein ya acusó con todo lujo de pruebas en su monumental Esto lo cambia todo (Planeta) de haberse posicionado como el enemigo número uno del medio ambiente. El capitalismo o el planeta (Errata Naturae), de Frédéric Lordon, defiende el pragmatismo frente al idealismo y plantea una salida a través de la alianza con otros movimientos como el antirracismo. Cómo dinamitar un oleoducto (Errata Naturae), de Andreas Malm, interrelaciona la militancia ecologista con el anticapitalismo y la lucha contra los combustibles fósiles, causantes en gran medida de la crisis climática. Desapegarse de las posesiones, las comodidades y los privilegios supondrá sin duda una tarea ardua. En Aprender a vivir y a morir en el Antropoceno (Errata Naturae), Roy Scranton reflexiona sobre lo que significa transitar el fin de una era y desgrana aquello que la filosofía —desde el pensamiento estoico hasta el humanismo que nos conecta con los otros— puede aportar para liberarnos de nuestras dependencias. Ecología de la libertad (Capitán Swing), de Murray Bookchin, aboga por reemplazar las estructuras jerárquicas del capitalismo por la organización horizontal. Y en La naturaleza contra el capital (Bellaterra), Kohei Saito sostiene que el antiecologismo del que tradicionalmente se ha acusado a Marx por su aspiración al crecimiento continuo es en realidad fruto de un malentendido. Por el contrario, subraya el autor, la protección del medio ambiente late en el corazón de la alternativa que propone el socialismo.

Arte. La lista de calamidades que sobrevuelan el planeta es extensa, y la capacidad del arte de tomar partido, reducida. ¿O quizá no tanto? Más allá de las llamadas de atención de diversos grupos ecologistas a base de derramamiento de líquidos sobre cuadros, el crítico y comisario francés Paul Ardenne exhibe en Un arte ecológico. Creación plástica y Antropoceno (Adriana Hidalgo) un compendio de creaciones que, si bien no ofrecen soluciones en términos de eficacia concreta, sí ejercen una influencia en la esfera de lo simbólico. Los artivistas, como fueron bautizados los artistas activistas, transportan su compromiso ecológico al terreno de la representación. Producen materia de las ideas. Y esas nociones se transmiten a través de sus obras para dar el salto a la realidad. ¿Ejemplos concretos? El libro aporta decenas de casos de estudio: empieza por clásicos como las esculturas de land art de Robert Smithson y las performances medioambientales de Joseph Beuys en el siglo XX y se mueve hacia propuestas contemporáneas, como los proyectos de sensibilización de Olafur Eliasson y los corales biomiméticos de Jérémy Gobé.

Concienciación. Pese a la unanimidad de los argumentos científicos, aún existe una enorme carga de desinformación en torno a la crisis ecológica planetaria. Tanta como para que haya incluso quien la niega, sin hablar de los muchos otros que la ignoran, o la ignoramos. En Colapsología (Arpa), los investigadores franceses Pablo Servigne y Raphaël Stevens hicieron inventario de catástrofes y puesta al día de soluciones, dando forma a un libro que se convirtió en una suerte de manual introductorio, un punto de partida desde el que abordar el peliagudo asunto del cataclismo. Después, los autores se unieron al biólogo Gaultier Chapelle en Otro fin del mundo es posible (Arpa), donde desde la base de la colapsología, es decir, el estudio del colapso, amplían las miras a la colapsofía, una filosofía del colapso capaz de propulsar el optimismo frente al sentimiento de derrota. Su receta: respuestas realizables a cuestiones difíciles, tales como la búsqueda de sentido en un mundo en declive, la pertinencia de seguir adelante y la necesidad de crear vínculos para combatir el egoísmo.

Decrecimiento. Si sumamos unos recursos finitos al ansia de expansión ina­gotable, no hay manera de cuadrar las cuentas. ¿La solución? Restar. En Decrecimiento. Una propuesta razonada (Alianza), el antiguo profesor universitario Carlos Taibo parte de una imagen que invita a reposicionar las escalas: en España, explica, la huella ecológica se sitúa por encima de 3, lo que significa que “para mantener las actividades económicas hoy existentes es necesario contar con un territorio al menos tres veces mayor que el disponible”. Tras más de una década de estudio y divulgación, el autor reúne y justifica las conclusiones que ha alcanzado sobre lo que realmente implica decrecer y por qué resulta ineludible ponernos manos a la obra. Taibo, defensor del anarquismo y la autogestión, tiene un título aún más reciente, Ecofascismo (Catarata), donde advierte de la apuesta por la ecología que llega del lado de ciertos poderosos, quienes, sabedores de la grave crisis que atraviesa el planeta, se afanan en preservar los recursos, pero solo para el disfrute de unos pocos.

Mina de cobre a cielo abierto, de 1,2 kilómetros de profundidad y 4 de diámetro, en Bingham Canyon, Utah (Estados Unidos), en una imagen de enero de 2019.
Mina de cobre a cielo abierto, de 1,2 kilómetros de profundidad y 4 de diámetro, en Bingham Canyon, Utah (Estados Unidos), en una imagen de enero de 2019.KELLY FRIEDMAN / EYEEM (GETTY IMAGES/EYEEM)

Espiritualidad. Desde que René Descartes legara a la posteridad su archiconocido “Cogito, ergo sum”, el pensamiento europeo y, con él, el global se han visto arrastrados por la creencia implícita de que solo la razón y la lógica gobiernan el universo. La intuición y el misticismo han quedado relegados al ámbito de la superchería, pero cada vez son más las voces que se alzan en contra de la tiranía de las matemáticas. Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales de 2017, la británica Karen Armstrong ha plasmado en Naturaleza sagrada (Crítica) un esclarecedor alegato para recuperar el vínculo con el mundo natural. Experta en religiones (fue monja durante siete años), se concentra en las tradiciones china e india como exponentes de una corriente filosófica que no solo respeta, sino que venera la naturaleza. “No se trata de creer o no en esta o aquella doctrina religiosa”, apunta, “sino de incorporar a nuestras vidas una serie de percepciones y prácticas que cuentan con el potencial preciso para transformar nuestras mentes y nuestros corazones”. En Ecotopía (Anagrama), el autor, historiador del arte y maestro de yoga Alexis Racionero Ragué recorre el flujo de escuelas, mitos y autores —­desde el chamanismo hasta el socialismo utópico; del Caminante ante un mar de niebla, de Friedrich, que se maravilla ante la inmensidad del paisaje, al ascetismo consolador del Walden de Thoreau— para desembocar en un decálogo fundacional de la ecotopía, una utopía más allá de la ecología que nos permita “conectar más profundamente con la sabiduría de la Tierra para establecer una nueva relación con ella”. Y en Naturaleza esencial (Atalanta), el filósofo Christian de Quincey recuerda que la noción de un universo vivo, de la “materia intrínsecamente sintiente”, ha sido un continuum a lo largo de la historia del pensamiento occidental, solo interrumpido recientemente. La falta de consideración por el mundo que nos nutre y nos envuelve, resume el pensador, no es sino una anomalía de nuestro tiempo.

Reorganización. Hace unos años, el fallecido biólogo Edward O. Wilson —apodado el “padre de la biodiversidad”— lanzó una propuesta extrema para revertir la extinción de especies animales y vegetales: reducir la presencia humana a la mitad del planeta, dejando la otra mitad disponible a la naturaleza. Después de aquella teoría, un llamamiento a abrir los ojos presentado en el libro Medio planeta (Errata Naturae), otros autores han seguido planteando ideas sobre cómo organizarnos, muchas sin duda menos audaces, pero quizá sí más factibles, al menos en el corto plazo. Desde un pragmatismo funcionarial, con información recopilada de encuestas, entrevistas e investigaciones, la exasesora de Obama Beth Simone Noveck ha desarrollado en Cómo resolver problemas públicos (Galaxia Gutenberg) un catálogo de medidas para reconfigurar la plaza pública de la democracia con la ayuda de las redes sociales y la tecnología digital. Dentro de su colección Ciudad 2030, la editorial Catarata ofrece en títulos como Ciudades circulares, cohesivas y creativas, editado por María Jesús Monteagudo, Nerea Aranbarri y Basagaitz Guereño, reflexiones sobre cómo las ciudades pueden contribuir al desarrollo humano sostenible a través del fomento del reciclaje, la autonomía y la potenciación del talento.

Salud mental. Tenemos que hablar de “esto-que-nos-está-pasando”. Seguro que muchos no serán capaces de definirla con exactitud, se trata de una pesadumbre gris que a veces se percibe como una nube negra o un ruido blanco. Pero ahí está, siempre al acecho. Un malestar indefinido, asociado a una precaria salud mental, del que hoy en día pocos, casi nadie, pueden escapar. Si no existían suficientes motivos para la inquietud en esta sociedad tardocapitalista, ahora viene la ecoansiedad —la angustia ante la inminencia del cataclismo— a colarse en nuestras cabezas. En Y ahora yo qué hago (Capitán Swing), Andreu Escrivà aplica, sin sermones, la máxima que afirma que el cambio empieza por uno mismo. Para superar la crisis, el autor insta a tomar cartas en el asunto. Entre los mandamientos que propone para atajar la emergencia climática y, de paso, mejorar nuestro bienestar psicológico se encuentran ideas tan básicas y necesarias como desmontar las excusas con las que justificamos nuestra pasividad. En paralelo, el ambientólogo desarrolla un decálogo de imperativos, con acciones que van desde el “corre” y el “exige” hasta el “imagina” y —sobre todo— el “hagamos”.

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