La esperanza se agota cuando pensamos en la magnitud del desafío climático. Muchas personas han vivido este verano en carne propia la verdad del calentamiento del planeta. Los informes del IPCC, en los que está escrito lo que está pasando, eran lectura para unos pocos, pero estas largas semanas de calor sofocante que estamos viviendo en España, con temperaturas que matan porque son inhumanas, han abierto los ojos a millones de personas.
El presente es desolador: los bosques y los pueblos arden, la sequía se agranda, y el futuro previsible –dicen las personas con mayor conocimiento sobre el clima– empeorará. Nuestras razones se rinden y nuestro corazón también.
Antes, muchas personas no actuaban a favor del clima porque no había cambio climático. Ahora, muchas no actúan porque no hay nada que hacer, porque el cambio climático es irreversible. A estos negacionistas del valor de la acción habría que recordarles que todas las personas sabemos por introspección que no es lo mismo pasar una gripe con una fiebre de dos décimas que con una fiebre de 39 grados. Cada décima importa. No vamos a eliminar el cambio climático de nuestras vidas, dado que hemos dejado pasar mucho tiempo sin hacer nada –o casi nada– para combatirlo, pero sí que podemos lograr frenarlo lo más posible para evitar sus consecuencias más agresivas.
Dentro de la gran incertidumbre que lo envuelve todo, hay una cosa cierta: si no actuamos y dejamos que la guerra que estamos librando contra la naturaleza siga su curso, el futuro que nos espera a nosotros y a nuestros descendientes será muy negativo. Dramático. Nosotros, con nuestras omisiones y acciones, somos los constructores del futuro, y de momento estamos siendo muy malos antecesores.
Tenemos que hacer. Pero no es un hacer pequeño: tenemos que cambiar leyes, tecnologías y hábitos, y lo tenemos que hacer entre todos en muy poco tiempo. Para complicar más las cosas, y como se nos han ido acumulando las asignaturas, como a los malos estudiantes, necesitamos aprobar también los desafíos económicos y sociales.
Dicho de forma breve: tenemos que hacer una revolución para, al fin, hacer las paces con la naturaleza en el siglo XXI. André Malraux ya lo advirtió: el motor de la revolución es la esperanza. Y hoy ese motor está averiado. La esperanza está enferma. Y si esta enferma, su hermana, la voluntad, también decae.
Y donde no hay voluntad, remedando al poeta, podemos asegurar que no se abre ningún camino. Y esta es la encrucijada emocional: deberíamos estar llenos de coraje y determinación para cambiar el rumbo de nuestra sociedad y enfrentarnos así al mayor desafío al que la humanidad se ha enfrentado nunca y, sin embargo, nuestra esperanza está herida.
¿Cómo hacer para mejorarla ante un desafío global que parece más propio de dioses que de humanos? Por mucha autoestima que tenga un gobernante, una empresa, una oenegé o un ciudadano en concreto, la constatación de la desproporción entre la magnitud de la tarea y nuestras escasas fuerzas para afrontarla es abismal. La razón lleva al desánimo, pero los seres humanos siempre afrontamos la pelea por lo que de verdad nos importa, aunque sea improbable, como cuando lo hacemos contra una enfermedad de mal pronóstico. Es el instinto de la vida el que hace que la higuera crezca en la rendija del cemento.
Ese coraje vital y tenaz que pelea por su supervivencia es el que tenemos que despertar en nosotros: nuestra esperanza y nuestra voluntad son el sistema inmunitario de la humanidad.
Además, sí que hay una señal de esperanza en estos tiempos recios: nunca ha habido tanta gente en cualquier lugar y en cualquier posición compartiendo la convicción de que necesitamos, al fin, construir una economía que asegure el bienestar para todas las personas dentro de los límites del planeta.
Ese destino soñado será bueno para el planeta, pero también será bueno para nuestra vida. Como hemos descubierto en la pandemia de la covid-19, la salud del planeta y la salud humana son hermanas.