Julio Lumbreras/Cristina Monge. El País
¿Es posible que nuestras ciudades se reinventen para ser espacios más sostenibles y por tanto más seguros? No será la primera vez que lo hacen. En 1666 el gran incendio de Londres transformó la ciudad por completo. Mediante un Acta de Reconstrucción que impuso restricciones para los pisos superiores y apostó por la piedra y el ladrillo en lugar de la madera como materiales de construcción, se consiguió reducir enormemente el riesgo de nuevos incendios. Paradojas de la Historia, la reconstrucción se financió con un nuevo impuesto al carbón. Otro ejemplo más reciente es el de Pittsburgh que, en los años 80 pasó de ser una ciudad industrial basada en la fabricación de acero —producía el 60% del acero consumido en Estados Unidos— a ser una ciudad innovadora centrada en la educación y los servicios de salud. Del aire contaminado a la innovación y a la vanguardia de las tecnologías. En este caso, el cambio fue posible gracias a un contexto de colaboración profunda y sostenida entre una diversidad de personas, instituciones públicas, privadas, y entidades sociales que compartían un propósito transformador. El resultado, en ambos casos, fueron ciudades más seguras.
La transición ecológica que hemos emprendido nos aboca a repensar la idea de seguridad y su aplicación en el territorio. El cambio climático, como hemos visto en Alemania, Bélgica, o en otras partes del mundo más lejanas, compromete gravemente la seguridad de la humanidad. Las ciudades, esos espacios donde vive ya la mayoría de la población mundial, nopermanecen ajenas al debate. Ciudades seguras son hoy aquellas que generan actividad económica, crean empleo, son inclusivas, son saludables y garantizan la calidad de vida sin contribuir al calentamiento global.
Uno de los instrumentos clave de los que se está dotando Europa para abordar esta reinvención son las Misiones hacia la sostenibilidad, que forman parte del nuevo programa de ciencia e innovación europeo. El concepto de misión no es nuevo. Está inspirado en la hazaña del Apolo 11. En 1961 john F. Kennedy anunció en el Congreso que su objetivo era llegar a la luna antes de que terminara la década. En aquel momento aún no existía ni la tecnología adecuada ni las capacidades ni el conocimiento para lograrlo, por lo que el propósito se convirtió en un desafío común, y su logro tuvo un efecto positivo en múltiples ámbitos de la economía estadounidense, puesto que obligó a acelerar la innovación y la colaboración entre sectores y actores. Todo ello contribuyó a afianzar el liderazgo económico y estratégico de aquel país.
A diferencia de lo que sucedía en los 60, ahora contamos con la tecnología, las capacidades y el conocimiento necesario, pero los retos a los que responden las misiones europeas son más complejos, y requieren crear las condiciones de consenso y colaboración para que los cambios adquieran la velocidad y la profundidad necesarios, y podamos así evitar los efectos demoledores del cambio climático y el deterioro ambiental; es decir, protegernos de aquello que compromete nuestra seguridad.
La Misión dedicada a las ciudades ha propuesto que al menos 100 ciudades europeas lleguen a ser climáticamente neutras antes de 2030. Se trata de un objetivo específico y medible —no emitir gases de efecto invernadero— pero sabemos que los beneficios que se pueden obtener acarrearán importantes mejoras en salud, aumento de calidad de vida, generación de empleo y, en definitiva, mayor seguridad para la ciudadanía. Los estudios que analizan la relación coste-beneficio de estas medidas demuestran que la transformación de las ciudades hacia la neutralidad climática es, a medio y largo plazo, rentable para el conjunto de actores económicos, políticos y sociales. Es un círculo virtuoso que hay que saber aprovechar.